
A mí personalmente me encanta y es por ello que os lo quiero postear en esta entrada. Aunque os parezca un poco largo os aseguro que no os defraudara.
Querida mamá.
El tiempo ha sido duro conmigo, azotando mi corazón como nunca jamás lo había hecho. Silencio en la noche y en el día gritos de dolor.
Todos los días pasan como el viento. Fuertes al principio y luego lentos, llenando mi mente de ideas estúpidas de felicidad, alegría o esperanza.
Y eso no existe, mamá.
El hombre está condenado a morir, mamá. En el mundo, lo más cruel de todo es que te arrojan a la vida dejándote claro que no hay salida. Que el fin está ahí.
Que vas a dejar de sentir, de soñar, de llorar, de oler, de oir,…
Llegará un momento en que te digan “esto se acabó”. Y será cuando menos te lo esperes, será cuando estés “feliz”, “alegre”, “contento”.
¡La felicidad! Ese invento humano para hacernos creer que existe una meta en nuestras vidas, insulso nominativo para insultar nuestra inteligencia y hacernos inconformistas de nuestra propia felicidad. La que rezuma de las flores, de las hojas, de la vida.
Paradoja intensa que te proporciona el vivir. La felicidad inventada contra la felicidad cotidiana, la de las pequeñas cosas.
Mamá, ya no puedo más.
Antes que venga alguien a quitarme mi aparente felicidad cotidiana, acabaré con esto. Prefiero morir como yo quiero morir y en el momento en que lo desee, a que cuando menos me lo espere, cuando tenga la felicidad susurrándome a mi oído, venga alguien y me recuerde mi estúpida realidad. Venga la Muerte y me lleve.
Por eso, mamá, me despido. Para que no te apene. Para que sepas que yo elegí este camino.
Cuando caiga el rocío por la madrugada, yo ya estaré en mi felicidad eterna, esa que no existe…
Si por un instante Dios se olvidara de que soy una marioneta de trapo y me regalara un trozo de vida, posiblemente no diría todo lo que pienso pero, en definitiva pensaría todo lo que digo.
Daría valor a las cosas, no por lo que valen, sino por lo que significan.
Dormiría poco y soñaría más, entiendo que por cada minuto que cerramos los ojos, perdemos sesenta segundos de luz.
Andaría cuando los demás se detienen, despertaría cuando los demás duermen, escucharía mientras los demás hablan, y cómo disfrutaría de un buen helado de chocolate...
Si Dios me obsequiara un trozo de vida, vestiría sencillo, me tiraría de bruces al sol, dejando al descubierto no solamente mi cuerpo sino mi alma.
Dios mío, si yo tuviera un corazón...
Escribiría mi odio sobre el hielo, y esperaría a que saliera el sol. Pintaría con un sueño de Van Gogh sobre las estrellas un poema de Benedetti, y una canción de Serrat sería la serenata que ofrecería a la luna.
Regaría con mis lágrimas las rosas, para sentir el dolor de sus espinas, y el encarnado beso de sus pétalos...
Dios mío, si yo tuviera un trozo de vida...
No dejaría pasar un solo día sin decirle a la gente que quiero, que la quiero. Convencería a cada mujer de que ella es mi favorita y viviría enamorado del amor.
A los hombres les probaría cuán equivocados están al pensar que dejan de enamorarse cuando envejecen, sin saber que envejecen cuando dejan de enamorarse.
A un niño le daría alas, pero dejaría que el solo aprendiese a volar. A los viejos, a mis viejos les enseñaría que la muerte no llega con la vejez sino con el olvido.
Tantas cosas les he aprendido a ustedes los hombres...
He aprendido que todo el mundo quiere vivir en la cima de la montaña sin saber que la verdadera felicidad está en la forma de subir la escarpada.
He aprendido que cuando un recién nacido aprieta con su puño por vez primera el dedo de su padre, lo tiene atrapado para siempre.
He aprendido que un hombre únicamente tiene derecho de mirar a otro hombre hacia abajo, cuando ha de ayudarlo a levantarse.
Son tantas cosas las que he podido aprender de ustedes, pero finalmente de mucho no habrán de servir porque cuando me guarden dentro de esta maleta, infelizmente me estaré muriendo...
Ha permanecido oculta durante 90 años escondida en una botella de cerveza, no porque la carta no llegara a su destinatario sino porque su receptor, un soldado americano de la Primera Guerra Mundial que luchaba en Francia, decidió enterrarla quizás para que no fuera destruida durante los bombardeos alemanes.
Unos arqueólogos franceses que exploraban antiguos asentamientos merovingios del siglo VII en la región francesa de Lorena la han encontrado.
La misiva, de cuatro páginas, fue enviada desde Oklahoma el 15 de julio de 1918 al sargento norteamericano Morres Vickers Liepman por un pariente que firmó como "tío Pete".
La opinión pública de EE UU ante la guerra o las dificultades de encontrar mano de obra son las conclusiones que pueden extraerse de la carta.
Pero junto a ello, el texto refleja el profundo racismo que imperaba en un sector de la población: tío Pete critica abiertamente la inclusión de soldados negros en el ejército norteamericano.
El Instituto Nacional Francés de Investigaciones Arqueológicas, que conserva el documento, ha intentando sin éxito buscar a los descendientes de Liepman. Pero ha logrado reconstruir pequeños retazos de la vida del soldado.
Estudió en Kansas hasta julio de 1917, momento en el que partió hacia Europa para combatir en la Primera Guerra Mundial.
En otoño de 1918, su unidad acampó en el bosque de Haye, cerca del lugar en el que ha sido encontrada la botella. El sargento regresó a EE UU en 1919.